La idea de que la música nada tiene que ver con las guerras o las disputas políticas, de que como las otras manifestaciones del arte es inherentemente buena y neutral, se ha afianzado en los últimos siglos. Las manifestaciones musicales circulan con tal aureola, el de estar por encima de esa “cosa” pedestre de intereses en pugnas e imposiciones violentas. Una tendencia que comenzó en las cortes, en la misma medida en que pasó a ser “culta”, de elegidos y de genios, signo de distinción y parte del arsenal “blando” de las élites. Para sus “guerras culturales” contra los “otros”; contra los bárbaros, salvajes e incivilizados, “necesitados” de evangelización, domesticación y orientación. Y también contra sus otros adversarios, competidores en la repartición del mundo y la maximización de su poderío.
Sin embargo, en épocas anteriores los filósofos solían ver el arte como una entidad ambigua y poco confiable que debía ser administrado y canalizado adecuadamente. Sócrates en La República de Platón se burla de la idea de que "la música y la poesía son sólo un juego y no causan ningún daño". Distingue entre modos musicales que "imitan adecuadamente el tono y el ritmo de una persona valiente que está activa en la batalla" y los que le parecen suaves, afeminados, lujuriosos o melancólicos. Argumentó que algunas formas tenían el potencial de desviar a las personas de las virtudes morales.

En el "Libro de los ritos", de la antigua China, se diferenciaba entre el sonido alegre de un estado bien gobernado y el sonido resentido de uno sumido en la confusión. "Las personas tienen emociones, impulsos y conocimientos instintivos, pero los cambios de tristeza, alegría, felicidad e ira son impermanentes, y las emociones y la conciencia internas sólo pueden formarse mediante la influencia de cosas externas. Por tanto, el control de la música puede convertirse en una herramienta política de clima social”, se plantea famosa obra. “Cuando es popular la música excéntrica, dispersa y lujuriosa, la gente es propensa a las emociones lujuriosas”.
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Desde el “jardín” de Europa, con la canonización de ciertos genios se vehiculó una pretensión de universalizar lo suyo como lo bello y paradigmático para el resto del mundo. Y con la de Beethoven, una superioridad que se extremó en la catástrofe cultural de la Alemania nazi. Por eso, al musicólogo Richard Taruskin, con una visión poco romántica de la historia de la música occidental, le gusta citar una frase articulada irónicamente por el historiador Stanley Hoffman: “Hay valores universales, y resultan ser los míos".
A propósito, vale recordar el relato de Máximo Gorki sobre una velada con Vladimir I. Lenin, en casa de la ex-mujer del escritor, Yekaterina Pávlovna Peshkova, donde el pianista Isai Dobrovein interpretó la sonata para piano Nº 23 de Beethoven, conocida como la Appasssionata.
"No conozco nada mejor que la Appassionata. Podría escucharla todos los días. ¡Qué música asombrosa, sobrehumana! , comentó Lenin después de la audición. “Me hace sentir orgulloso, tal vez ingenuamente, de que la gente pueda escribir tales milagros”. Seguidamente, arrugando los ojos, sonrió y agregó con tristeza: “No logro escuchar música muy a menudo. Influye en los nervios, estimula el deseo de decir tonterías agradables, de acariciar la cabeza de quien consiguió crear tanta belleza, viviendo en este abyecto infierno. De hecho no debe acariciarse la cabeza a nadie, pues se corre el riesgo de que te despeguen la mano de un mordisco”.
Una frase que suele manipularse y traducirse de manera tendenciosa, pero coincide con la idea de John Calvin, quien creía que la música "tiene un poder insidioso y casi increíble para llevarnos a donde quiera”. "Debemos ser más diligentes para controlar la música de tal manera que nos sirva para bien y de ninguna manera nos perjudique".
En el volumen “El odio a la música”, el músico francés Pascal Quignard, moviéndose entre la filosofía y la ficción, sugiere que la música siempre ha tenido un corazón violento, que puede tener sus raíces en el impulso de dominar y matar. El autor rememora que parte de la música más antigua fue hecha por cazadores que atraían a sus presas y que algunas de las primeras armas funcionaban como instrumentos musicales: una cuerda que se extendía a través de un arco se podía tocar de forma resonante o podía enviar una flecha por el aire.
Como señala Quignard, la palabra latina obaudire, obedecer, contiene audire, escuchar. La música "hipnotiza y hace que el hombre abandone lo expresable", escribe. "Al oír, el hombre está cautivo". En un capítulo del, sobre el infernal Muzak de Auschwitz, cita a Tolstoi: "Donde uno quiere tener esclavos, debe tener tanta música como sea posible".
Lo descrito sugiere su uso blando, para adormecer o enajenar, para inocular visiones, para blanquear ciertas naciones o figuras y para socializar ciertas narrativas. En operaciones más viejas y más contemporáneas, de las que hemos comentado en Candil del clip. Pero hay también otros usos, más duros y violentos.
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En diciembre de 1989, durante la invasión yanqui a Panamá, los miembros de una unidad de operaciones psicológicas decidieron utilizar la música para hacer rendir al general Manuel Noriega, refugiado en la Nunciatura Papal. Solicitaron canciones en la estación de radio local de las fuerzas armadas y dirigieron el estruendo sonoro hacia la ventana de Noriega. Como se pensaba que prefería la ópera, el hard rock dominó la lista de canciones a emitir.
"Desde el incidente de Noriega, se ha observado un mayor uso de altavoces", declaró un portavoz de operaciones psicológicas. Durante el asedio del complejo Branch Davidian, en Waco, Texas, en 1993, el FBI lanzó música y ruido día y noche. Cuando militantes palestinos ocuparon la Iglesia de la Natividad, en Belén, en 2002, según los informes, las fuerzas ocupantes israelíes intentaron expulsarlos con Heavy Metal.
En "Music in American Crime Prevention and Punishment" (Música en la prevención y el castigo del crimen estadounidense) de Lily Hirsch analiza cómo se pueden explotar las divergencias en los gustos musicales con fines de control social. En 1985, los gerentes de varias tiendas 7-Eleven en Columbia Británica comenzaron a tocar música clásica en sus estacionamientos, un tipo de música que resultaba insufriblemente mala para los adolescentes que vagaban por allí.
La empresa aplicó esta práctica por toda Norteamérica y pronto se extendió a otros espacios comerciales. Se trata de una inversión del concepto de Muzak para dar una apariencia sonora agradable a los entornos públicos. Para Hirsch, no es una coincidencia la puesta en pactica de esta técnica de limpieza musical por parte de 7-Eleven y las que perfeccionaban las fuerzas especiales estadounidenses. Reflejan ambas una estrategia de "disuasión a través de la música", capitalizando la rabia contra lo no deseado.
También se ha utilizado para torturar. Varias víctimas de la dictadura militar en Argentina han contado de estas macabras operaciones. Liliana María Andrés de Antokoletz recordó durante el juicio contra los marinos que en la ESMA “había música estridente por altoparlantes, tanto para amortiguar el dolor de adentro, como para no dejarnos dormir”. Nilva Zuccarino fue llevada con los ojos vendados y esposada a un lugar “donde escuchó música a elevado volumen”. Rodolfo Luis Picheni fue llevado a una habitación “muy luminosa” y con música a un “volumen alto”.
Durante la ocupación de Irak, la CIA añadió música al régimen de tortura conocido como "interrogatorio mejorado". En la cárcel instalada en la base naval de Guantánamo, los detenidos eran desnudados, esposados a sillas y cegados por luces estroboscópicas mientras Heavy Metal, Rap y canciones para niños atacaban sus oídos.
De tales modos, como resume Alex Ross, crítico musical de The New Yorker, la música puede enturbiar la razón, provocar rabia, causar dolor e incluso matar. Usos contrarios a la naturaleza inocente y liberadora, de la música que brota fuera de las garras del egoísmo y de la prepotencia imperial.
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