El final del curso escolar se anda asomando. Mi hija comenzó el diagnóstico de preescolar. La tarde del jueves último fui a buscarla, y la maestra me dijo: “salió muy bien”. Conversamos un rato sobre lo que habían examinado: identificar consonantes y vocales, y cómo suenan juntas.
Después de llegar a casa tuve una idea, le escribí a Amalia en la última hoja de mi agenda: MAMÁ MIMA A TITO. Lentamente fuimos repitiendo sílaba por sílaba; al principio le costó entender de qué se trataba, pero cuando percibió que estaba nada más y nada menos que leyendo, el rostro se le iluminó: resulta que eso era, que los signos en los libros podían descifrarse así.
Enseguida me preguntó cuándo iba a poder leerlo todo, y le dije que pronto, en primer grado, que anda a la vuelta de la esquina.
Creo que en materia de hijas e hijos no hay nada que no esté ahí, a la vuelta de la esquina, y por mucho que nos preparemos, termina por sorprendernos lo rápido que las cosas suceden.
Tan ocupadas andamos en el día a día, que los meses se escurren veloces y se tornan años. Por eso a veces nos parece que improvisamos mucho y nos culpamos, cuando en realidad esa espontaneidad es de lo más lindo que tiene el oficio de maternar o paternar.
No podemos creer que planificaremos al dedillo la vida de nuestra descendencia, que cual perfecto plan de trabajo tendremos anticipado cada momento, cada hito o reto, y la respuesta necesaria; porque mientras ellos viven al amparo de sus adultos responsables, esos adultos (es decir, nosotros) vamos también viviendo. Y la vida, ya se sabe, es impredecible.
No es un canto a la irresponsabilidad, sino al compañerismo. ¡Qué diferente todo cuando en vez de asumir que debemos dirigir verticalmente el crecimiento de nuestros hijos, visualizamos una construcción familiar colectiva, donde cada uno aporta!
Si mi hija se maravilla por el milagro de la lectura, yo aprendo a la par de paciencia; cuando estoy molesta y hablo feo, ella me corrige, porque antes le enseñé de las emociones y de cómo no dejar que nos dominen; si me ven atareada o enferma, tratan de hacer todo por ayudarme, porque hemos conversado sobre el valor del trabajo, porque los he mecido con dulzura cuando lo han necesitado.
Todo lo que una da, vuelve, si entendemos la crianza (y se las presentamos), como un ir juntos, donde como madres y padres tenemos responsabilidades ineludibles, donde hay reglas y deberes, pero también crecimiento y protección mutuos.
No hay que esperar a que crezcan para hacerlos nuestros cómplices si desde ahora forjamos ese lazo, nunca haciéndolos partícipes de problemas que no pueden comprender, ni de rencillas, y mucho menos poniéndolos a escoger lados; tampoco dándoles el deber de cuidarnos o consolarnos. No hay que venderles, por el contrario, una idea de ser todopoderoso, que no se cansa, que no tiene necesidades, y que le resolverá cada conflicto.
El camino está en el equilibrio, protegerlos de lo que se pueda, pero honrar su condición de seres pensantes, con autonomía progresiva.
Quizá cuando Amalia sea capaz de leerme un párrafo entero, yo me sorprenderé. ¿Cómo sabe leer la Nani que ayer era un bicharraquito de ojos inmensos a quien yo mecía en el sillón de madrugada? Pero podré decir: llegamos juntas; y, sobre todo, lo hemos disfrutado.
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