A partir de hoy, los líderes mundiales se reunirán en Nueva York para el 80.º período de sesiones de la Asamblea General de la ONU. El lema oficial, "Mejor juntos: 80 años y más por la paz, el desarrollo y los derechos humanos", choca frontalmente con una realidad desoladora: guerras en Gaza, Ucrania y Sudán; una crisis climática acelerada; fracturas geopolíticas profundas y una organización que lidia con una severa crisis financiera y de identidad. Esta disonancia obliga a un cuestionamiento urgente: ¿sigue siendo la ONU —fundada sobre las cenizas de la Segunda Guerra Mundial— la institución idónea para afrontar los desafíos del siglo XXI, o se ha convertido en un foro estéril para el diálogo sin acción?
Para muchos, el fracaso más evidente de la ONU reside en el Consejo de Seguridad. Su estructura, anclada en las dinámicas de poder de 1945, resulta profundamente disfuncional en 2025. El poder de veto de sus cinco miembros permanentes (P5) ha bloqueado respuestas cruciales a crisis recientes, desde el genocidio en Gaza, hasta el conflicto Rusia-OTAN en Ucrania. Esta parálisis ha creado un abismo entre el mandato fundacional de la ONU de "mantener la paz y la seguridad internacionales" y la cruda realidad de los conflictos impunes.
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Esta sensación de inmovilismo no es abstracta. Para los cubanos, es una experiencia concreta y frustrante. Desde hace más de 20 años, la Asamblea General aprueba con apoyo casi unánime una resolución que condena el bloqueo económico que asfixia el desarrollo de la isla. Sin embargo, Estados Unidos ignora sistemáticamente este mandato de la comunidad internacional, y lejos de ceder, fortalece su política de aislamiento. Este caso evidencia cómo la arquitectura de la ONU puede ser impotente ante la voluntad de una sola potencia, minando su credibilidad y erosionando la fe en el multilateralismo.
La organización enfrenta, además, una crisis de liquidez crónica. Recortes de fondos, especialmente por parte de donantes clave como Estados Unidos, cuya administración actual se aleja de los principios multilaterales, fuerzan a la ONU a una ecuación a menudo imposible: hacer "más con menos". Agencias vitales como el Programa Mundial de Alimentos (PMA) y el ACNUR enfrentan déficits récord que limitan drásticamente su capacidad para entregar ayuda humanitaria, poniendo vidas en riesgo inmediato.
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A pesar de estas incapacidades y sus dobles raseros, descartar a la ONU como obsoleta sería un error profundo. Sus defectos son, con frecuencia, un reflejo de la falta de voluntad política de sus estados miembros, no un fallo inherente del organismo en sí. La ONU sigue siendo la única plataforma que reúne a las 193 naciones del planeta. Como ha señalado el Secretario General, António Guterres, es “el único escenario con la legitimidad necesaria para la diplomacia, la mediación y el establecimiento de normas globales”. Es un espejo de un mundo fracturado, pero sigue siendo el único espejo que tenemos.
El diagnóstico es claro: la ONU es una institución esencial pero gravemente enferma. El camino no es el abandono, sino la reforma urgente. Su valor reside precisamente en su indestructibilidad. En un mundo de crisis interconectadas, la necesidad de un foro de diálogo multilateral es mayor que nunca. Las conversaciones —aunque lentas y tortuosas— sobre la reforma del Consejo de Seguridad son imprescindibles. La propia agenda de este aniversario, con cumbres críticas sobre Palestina, clima y financiación, demuestra su rol indispensable para forzar conversaciones incómodas y movilizar acción colectiva.
Este 80.º aniversario no debe ser un réquiem, sino una llamada urgente a la acción. La pregunta correcta no es si necesitamos una herramienta multilateral, sino cómo reforzamos y modernizamos la que tenemos. El costo de un mundo sin la ONU —sin una plataforma de diálogo, sin coordinación humanitaria centralizada, sin estándares globales— es inimaginablemente alto. El desafío para los estados miembros es claro: reinvertir políticamente y financieramente, reformar las estructuras arcaicas y recomponer el contrato social global que esta institución octogenaria, imperfecta pero vital, representa.
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