La mirada fija en un horizonte que se pierde más allá del temblor del transporte maltrecho que los lleva hacia alguna porción de la ciudad, los labios que se aprietan con la inquietud de una advertencia, la vida en un puño y a punto de pasar a convertirse en otra cosa. He visto reiteradamente esa foto de la muchacha del año 1994 en las redes sociales. Unas veces la usan como una imagen coherente con la resistencia de los años duros del periodo especial cubano, otras, la arrastran a debates interminables. Pero lo que saco en claro de esos ojos hundidos, casi a punto de tocar una muerte misteriosa, es que pervive en ese rincón un algo humano, sensible, que jamás podrá desasirse de sí mismo. Son los girones de la historia captados por el artista, a veces al azar, a veces a contrapelo de sus propias intenciones e ideología.
Hace unas horas bajé a hacer unas compras, me topé con muchas caras parecidas. En una tienda privada pregunté por el precio de los productos.
—Está cerrada, abre el lunes, venga e indague ese día —me respondió un muchacho cuya seriedad está enmarcada en el mismo gesto de la chica de la foto.
Es el año 2025 y en esta ciudad a mitad de la isla a veces sentimos que se ha detenido cada instante. En medio del sudor, de las altas temperaturas y de la lentitud del paisaje urbano con sus muchas magias oscuras; la luz del verano nos tuerce la mirada, nos sofoca y provoca que deseemos el frío de las neveras. Quizás la muchacha del año 1994 estaba añorando precisamente eso, el frío, la agraciada brisa del malecón o una habitación con aire acondicionado que en esos tiempos era como el Santo Grial. Las dificultades son un mensaje del más allá, nos preparan para trances que no pensamos posibles en nuestra anatomía humana y perecedera.
Las tiendas no tienen que abrir todos los días para percatarnos de que la vida se les parece, de que hay allí un paralelismo entre lo que deseamos y lo que se nos sirve. En el menú de los años, a veces nos toca repetir el 1994, otras, soñamos con tiempos futuristas en los cuales la palabra utopía tiene sentido. Ray Bradbury escribió sobre un futuro en el cual los seres humanos no leemos, incluso donde los libros están prohibidos y los bomberos, en lugar de apagar incendios, los crean a partir de las piras de papel entintado de las diferentes obras literarias. Todo pasquín proscrito, abocado al olvido. En un universo así no importaría el año, ni importarían las fechas en general. Nada quedaría registrado, de manera que se viviría en un perenne presente. La levedad de esa existencia llevaría a la muchacha de la foto al no dolor (hablar de placer sería por lo menos un cinismo del estilo). Pero lo que Bradbury avizora además es la necesidad de soñar, ya que sus personajes se saltan las percepciones de sus épocas y construyen su propio desafío. Hay una línea de conexión entre el rostro de una persona que viaja en uno de los famosos camellos cubanos de los años noventa y las aspiraciones de los personajes de Bradbury. En ambos casos nos salva el anhelo, quizás la única utopía que el ser humano individual llega a comprender y por la cual sufre y actúa.
Tengo el hábito de pensar mucho en Bradbury cuando se trata de sucesos de tipo social, cuyas implicaciones van más allá de un presente concreto y lleno de contradicciones. Si algo se aprende en la literatura de distopías es a pensar las variables de un mismo mundo. Y eso, aunque inútil, te ayuda a vivir. “Siempre hay alguien más jodido que tú”, esa frase dejada en medio del pavimento al sol del mediodía y en una cola ha salvado literalmente a muchas personas de la desesperación. Y creo que, en lugar de tiendas, lo que debería haber en los barrios son sitios de consulta espiritual. ¿Qué importa que se nos cobre? Todo por curar la incertidumbre de la chica de la foto del año 1994 y por darle a todos los años una visión animada y utópica que nos lleve a andar con un efecto de placebo.
Yendo a la génesis de este texto, el camello me lo imagino lleno hasta el último recodo, oscuro, con vendedores de diversos productos. Personas que vienen de trabajar, otros que van hacia la nada. Gente que ha estado enferma o que quizás lo vaya a estar. Caras de preocupación que, no obstante, añoran la felicidad simple de la cena servida, la luz eléctrica y el agua corriente. Las necesidades no tienen ese rostro complicado de la literatura, aunque sin literatura no se pueda vivir. Entonces paso a la fotografía, me adentro en el transporte traqueteante, atravieso la avenida de Boyeros, sigo más allá del obelisco de la plaza, dejo atrás gente anónima que me saluda. Algún cartel anuncia que han pasado los años o que el tiempo se ha vuelto totalmente indeterminado o intrascendente. Y ahora estoy en el territorio de la utopía o de la distopía, en dependencia de qué lado de las ventanillas del camello se mire.
Me acerco a la muchacha, nos saludamos, ella lleva un documento que no se distingue bien. Para unos es su carnet de identidad, para otros un diploma de graduada universitaria. Para mí, son sus sueños resumidos en un solo texto de una crónica. Hay una pintura de Antonia Eiriz que puede aludir a este instante y que por realismo estilístico no cuelgo en una de las paredes de ese camello imaginario. En la obra, las cabezas humanas se van desfigurando poco a poco en una opalescencia cruel que se pierde en el centro del cuadro. El transporte ha hecho una parada cerca de la Rampa y ahora se pone otra vez en movimiento. Pasamos La Habana, atravesamos ciudades impensables que son irreales para la razón, pero soñadas y vistas con deseo por los poetas. Todo el momento de dolor queda detrás y pareciera por ahora que 1994 es solo una cifra, apenas la marca en el almanaque que, en la medida en que se deteriora, deja de tener sentido o quizás nunca lo tuvo.
Mis últimas palabras hacia la muchacha se borran en el viento de la memoria, el cuadro de Antonia Eiriz se deshace o alguien lo descuelga y lo coloca en una casa de un barrio alejado (ese alguien además se dedica el resto de su vida a hacer talleres de papel maché). Miro por encima de la carretera y el horizonte es una mezcla de luz, miedo, encantamiento. Las figuras se tornan un amasijo más allá de las últimas casas de una ciudad que no conozco, pero que tengo la sensación de haber habitado. El camello llega a su destino, pero no existen palabras para poderlo nombrar y por ende ahí termina la crónica.
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.